lunes, mayo 29, 2006

Bielorrusia


La labor asistencial de las hermandades ha llenado páginas y páginas en la vida de estas, en unos casos con mayor protagonismo en las corporaciones y en otros como un elemento secundario en la actividad desarrollada.
Las hermandades de Sevilla realizan un labor de mucha más envergadura de la que los propios cofrades llegamos a tener conciencia. Las denostadas Bolsas de Caridad han resuelto en silencio muchos problemas en Sevilla, muchos. Ahora bien, casi siempre hemos pecado de no tener capacidad para generar un tejido social coordinado, no se ha llegado mucho más allá de la puerta de la casa-hermandad y, desde hace poco tiempo, de la colaboración entre las hermandades de un día u otro. Un capital humano y un potencial económico como el de nuestras cofradías merecía un mayor sinergia, que permitiera una acción conjunta mucho más eficaz y de mayor calado social en la ciudad.
Con el proyecto de acogida de niños bielorrusos ha llegado esa aspiración. Hermandades de Sevilla y de su provincia acogen cada año a cientos de niños afectados por la catástrofe nuclear de Chernobil, ofreciendo períodos de saneamiento que, según parece, suponen un elemento vital para reducir el impacto de la radiación residual existente en las regiones donde viven. Con este proyecto, hemos aunado esfuerzos, multiplicado resultados y recibido de ellos más de lo que nunca podíamos imaginar; no sólo porque participan muchas hermandades, si no porque, al tiempo, en ellas son muchas las familias y muchas las personas que se implican directamente como hogares de acogida. Si antes, la labor trascendía poco más allá de las diputaciones de caridad, las juntas de gobierno o si acaso media página en los boletines, ahora son muchos los actores principales de esta digna tarea.
En nuestra hermandad, aún más si cabe, debemos estar particularmente orgullosos de que este trabajo, que dura casi todo el año, lo desempeñen hermanos muy jóvenes, sin más ambición que ser las manos del Cristo de la Victoria. Gracias.

martes, mayo 23, 2006

Mi Colegio II

Allí hice la comunión preparada con las clases que nos daba un profesor jubilado del colegio que vivía en el internado, que nos metía un miedo horroroso en el cuerpo porque era más serio que el Viti tres veces y, por si fuera poco, le faltaba un brazo que decían había perdido en la guerra, con lo cual el cuadro que componía D.José Monge, que es como se llamaba, era como para un chiste. De allí salí para Rota, con la incomprensión que para un niño suponía el tener que dejar todo lo que había sido su vida hasta entonces. Y allí volví pasados unos años para reencontrarme con mi barrio y con los que habían sido mis compañeros y mis profesores hasta mi marcha.

Cuando volví empecé a jugar al balonmano, allí no se jugaba a otra cosa. El patio ya era de hormigón pulido. Recuerdo los muchos colegios por los que íbamos a jugar, algunos con patios que hoy serían increíbles, como uno de Valdezorras en el que cuando botaba la pelota no sabías para donde iba a salir de las piedras que había en el suelo, también he sufrido al visitar algunos de esos colegios veinte años después y comprobar como allí seguían las mismas porterías y el mismo suelo ahora ya resquebrajado por el paso del tiempo.

La vuelta me llevó también a encontrarme con la cruz de mayo del colegio, en los primeros años era un increíble despliegue de artesanía cofradiera salida de los trabajos manuales. Los pasos, pues tenía un palio para la Virgen de Lourdes, tenían una estructura atornillada de perfiles de metalín y escuadras con las que ensayaban los mayores por el sótano del colegio con mi amigo Joselín subido encima para hacer más duros los entrenamientos costaleros. La cruz de mayo fue evolucionando hasta convertirse en un autentico referente en el Porvenir cuando llegaba el mes de mayo.

lunes, mayo 15, 2006

Salir de nazareno

La figura del nazareno ha sido objeto de análisis de muy diverso tipo, generalmente, cuando se escribe de ellos se les trata como actores secundarios de la cofradía, mayoritarios y necesarios, pero secundarios al fin y al cabo. A los costaleros se les considera los depositarios del esfuerzo cuasi heróico, los más de los capataces pasan a ser personajes admirados y a conformar sagas legendarias, el virtuosismo de los músicos y su constancia merecen un reconocimiento más allá de las grabaciones para la posteridad, están los imprescindibles auxiliares que “van por fuera”; así podríamos seguir con muchos personajes de nuestra Semana Santa. Sin embargo los nazarenos quedamos en personajes de reparto, somos los que generamos los cortes de la cofradía, no dejamos andar los pasos (quien no ha escuchado voces destempladas diciendo eso de “...los nazarenos para adelante.”), si los pasos han de lucirse aguantaremos estoícamente los parones,... Todo ello con la sublime e inexplicable satisfacción de acompañar a las imágenes de nuestra devoción con el orgullo de vestir la túnica de nuestra hermandad.
En algún momento, con la valentía de los dieciocho años, probé salir de costalero, el placer de sentir el peso de la trabajadera, sabiendo que llevas al hijo de Dios en los hombros, y compartir los momentos de fraternidad plena de una cuadrilla son difícilmente explicables. Tuve la suerte en los primeros ensayo de coger sitio, en la corriente de la penúltima trabajadera. Hoy debo de reconocer con todas sus letras que me rajé, me rajé unas semanas antes, con excusas vagas de un leve dolor en la rodilla. Pero en mi descargo debo decir que no lo hice por miedo o por debilidad ante el trabajo. Lo hice porque no soportaba la idea de no vestir mi túnica. Así de simple. No podía imaginarme a cara descubierta con un costal bajo el brazo, no soportaba la idea. Yo siempre había sido nazareno y desde lo más hondo de mi ser no me podía ver de otra manera. ¿Absurdo?, no digo que no. ¿Imposible de entender?, tal vez. Pero no podía renunciar a mi sitio entre las filas de nazarenos bajo el anonimato del antifaz y en la certeza de que cada uno tiene un sitio en la cofradía y de que ese, y no otro, será siempre el mío. A veces pienso que pronto, tal vez, llegará el momento en que opte por renunciar a mi sitio y marcharme al tramo que corresponda a mi hijo, que ahora, por su edad, me acompaña a mí en el mío. Si llega el caso no lo dudaré, con la misma ilusión con la que ahora me vuelvo en Río de la Plata a ver a mi Cristo Victorioso bajo el medio punto de San Sebastián lo imaginaré cuando esté saliendo y yo pueda estar ya próximo al Parque acompañando a mi nazarenito en el segundo o tercer tramo.

martes, mayo 09, 2006

Mi Colegio I


Pocas cosas dejan tanta huella en uno como los años de colegio y las experiencias que en él se viven. Yo estudié en el Alfonso X el Sabio (pronúnciese Alfonso diez el Sabio), en una calle con mucho sabor indiano en su nombre, la calle Isabela. Le tengo un especial cariño a mi colegio, entre otras cosas por las personas con la que allí conviví, los amigos que hice y por las muchísimas horas que pasé en él, incluso después de haber terminado los estudios.

Llegue al Alfonso X con cinco años y, con un paréntesis roteño, salí con diecisiete caminito de la universidad. Parece evidente que en tantos años fueran muchas las cosas que allí vividas me marcaran y dejaran huella. El colegio había llegado al Porvenir con mucha historia a sus espaldas, pues la sede original había estado nada más y nada menos que en la casa palacio de los Sánchez-Dalp, en la plaza del Duque, la que cayó bajo la infame piqueta del desarrollismo para dejar paso al primer centro comercial de Sevilla, abriendo en canal una de las plazas por entonces más bellas de la ciudad. De allí en busca de alumnos, que es por lo que se mudaban los colegios, llegó hasta un barrio que en ese momento comenzaba su expansión demográfica al otro lado del Parque.
En mis primeros cursos las clases estaban en el semisótano desde los bajos se iban ascendiendo plantas conforme se iban ganando etapas y cursos. Yo fui un niño de la EGB, entonces me parecía prehistórico que los mayores hablaran de las reválidas, el preu y esas cosas, ahora los niños piensa lo mismo de nosotros al escuchar las siglas de la educación general básica o del bachillerato unificado polivalente (por cierto, que horror de nombre). Entonces el patio del colegio era de albero y sobre su amarillo se pintaban con una carretilla, que iba vertiendo el polvillo de tiza poco a poco, las líneas del campo de balonmano, que siempre fue el deporte insignia del Alfonso X. Ese albero se encharcaba con las lluvias y delante de los vestuarios se formaba una charquera impresionante, tan grande era que estando en segundo curso me caí en ella durante un recreo y me sacaron con barro de la cabeza a los pies. Yo entonces no estaba mucho más preocupado que de hacer deberes y emular dando patadas a una pelota, a un bote o a los que fuese las hazañas de Javier López, mi héroe bético; los recreos eran continuos derbis locales en los que daba igual el número de jugadores por equipo, lo importante era defender con denuedo al equipo de nuestros amores, y sacarnos los consiguientes cardenales en las espinillas.

martes, mayo 02, 2006

Los Principios

Son los mios, pero en parte también serán los vuestros

Yo no iba a ser menos, a finales de los años sesenta los niños ya no nacían en sus casas, al menos la mayoría ya no lo hacían y, ya digo, yo no iba a ser menos. Pero, con todo y con eso, no lo hice muy lejos de donde después fui a criarme. Nací en la clínica de Fátima, justo donde nace la avenida de la Palmera, a ladito del Puesto de los Monos, y muy cerca del que para siempre sería mi barrio, El Porvenir. Desde allí, desde los límites del Parque vine a la vida y fui teniendo conocimiento de ella.
Todo lo que la vida y los días van poniendo ante los ojos de un niño y que poco a poco van forjando la personalidad que nace del entorno más cercano lo recibí allí. Desde Felipe II, desde los bloques de pisos que por aquella época ya habían ganado definitivamente la batalla de la vivienda, hasta los hotelitos que nacieron al albur de la Exposición del año 29. Allí tuve la suerte de nacer, de encontrar los primeros amigos, los primeros juegos, el colegio que me marco para siempre, en definitiva, los pliegues de la memoria que se guardan en los últimos rincones de los recuerdos.
Los nombres de la carrera de Indias fueron dando escenario a mis caminares diarios. Isabela (donde estaba mi colegio), San Salvador, Río de la Plata, La Paz (a la que se antepondría Ntra Sra.), Porvenir, Montevideo, Brasil, Bogotá,... son las primeras calles de mis recuerdos en mi barrio, y de las miradas de refilón a las niñas de las faldas verdes con cuadros escoceses de la Compañía. Un barrio solitario. Un barrio con fronteras naturales que marcaron, y mucho, a los que allí se criaron; por un lado el Parque, por otro lado la vía del tren, por otro los solares y el puente de la Enramadilla, y por último la fábrica de gas. Es que, de verdad, entonces era un barrio cercado. Curiosamente cada uno de los límites viene a representar un recuerdo concreto, y cada cual peculiar en sí mismo. El Parque, verá el lector que me resisto a darle más nombre que ese, como no puede ser de otra forma, me acerca a los paseos infantiles en días de fiesta a echar arbejones a las palomas, a comer barquillos y a corretear por la plaza de América. Cuantos sustos dio a las madres la vía del tren, aún quiero oír, de vez en cuando, al pasar por allí la campana del paso a nivel que anunciaba la inminencia del ferrocarril y de aquellos talgos grises con sus franjas rojas; es curioso que la gente del Porvenir todavía llamamos a ese cruce “el paso a nivel”, cuando tantos años hace ya que las vías dejaron de verse por allí. Los solares de la Enramadilla, donde desde mi ventana del colegio vi nacer y crece los pisos de la Huerta de la Salud, era para nosotros el campito donde los compañeros que venían en autobús esperaban su línea o, llegado el caso, donde se dirimían los desencuentros escolares que la disciplina del colegio impedía que se litigase como estaba mandado; todo los más un cardenal o un brecha y todo el mundo en paz. Por último, la fábrica de gas, de la que aún quedan en pie testigos de su arquitectura industrial de principios del XX, era una frontera difícilmente traspasable, pero de vez en cuando había la posibilidad de saltar sus tapias para jugar al fútbol en el campo que había dentro del recinto; allí lo más que podía pasar era que llegases a casa un poco enhollinado o que el guarda te echase, quizás esto último tuviese la emoción de hacer algo no permitido, pero tampoco llegaba a ser heroico, las cosas como son.
Esos son los recuerdos primarios, una guardería en los bajos de una casa en la calle Exposición que después pasaría a la vuelta de la esquina, se llamaba Virgen de la Paz, no podía ser de otra manera, y algo más tarde el colegio que recibía nombre del Rey Sabio, y que para cuyos alumnos nunca fue Alfonso Décimo si no Alfonso Diez. Unas calles que aún se parecen a lo que fueron y unos descampados que ya no existen. El puesto de Juan tampoco está allí, donde con suerte pillábamos alguna chuchería. Pero sus gentes seguimos siendo los mismos. Allí volvemos como llamados por esos arcanos que nos hacen regresar, necesaria o innecesariamente, a lo que queda de ellos en las calles de nuestra infancia, a Casa Palacios, a la peluquería de Juan Gazo, a la carnicería de Esteban o al colmado de Vicente. Ya no están La Clave ni “el Rutina” para los desavíos imposibles, ni la Bodega Flores, la de las primeras cervezas, ni la panadería de los Pineda con sus carteles pintados de “Pan y Tortas”. No habrá más pintores ni albañiles, con sus monos machados, viéndonos pasar de vuelta del colegio desde los ventanales del Bar Enrique en Diego de la Barrera. La barbería de Arsenio echó el cierre con las últimas partidas de cartas, como antes lo echaron Los Andes y la huevería de Virgen de la Paz. Poco más, pero ni más ni menos. Que sería de nosotros sin esos recuerdos, que quedaría de nosotros si no fuésemos capaces de recordar una cara o un momento, en las esquinas que forjaron los cimientos de nuestra memoria. Mucho se perdió, también mucho queda y lo que no está permanece en nuestras imágenes con la idealización que da el tiempo que, aunque algo olvide, también es un buen aliado para el cariño de la infancia que perdimos.

La manita del monaguillo

Artículo publicado en el boletín de la Hermandad de la Paz en 2005



Por la edad era imposible mantener el recuerdo nítido; pero las fotografías en blanco y negro sobre papel duro atestiguaban la certeza de aquellos días, de aquellos años ya algo lejanos. Un crío de tres años vestido de monaguillo de la mano de un nazareno. Es una tarde Viernes Santo por la calle Castilla, con brillos de raso en las túnicas. En otras aparece repartiendo caramelos a sus primos o bajando por el callejón de la O.
El monaguillo fue creciendo, las fotografías irían dando fe del paso del tiempo, ya afianzado en unos recuerdos claros. Cosas de la vida, el anclaje de la devoción terminaría llevando sus más profundas cogidas hasta las calles olvidadas del Porvenir. Allí, entre las luces blancas reflejadas por las casas, como si guardaran el pasar de los nazarenos de la Paz, esperaría que algún día los deseos que la juventud ve tan lejanos se viniesen encima como una tromba que nos da de cara con el pasar de los calendarios. “... Algún día mi hijo me acompañará a mi igual que yo acompañé a mi padre”. ¿Sería posible que aquello hubiese dejado de ser un anhelo para convertirse en una felicísima realidad?. Allí estábamos, era la mañana del Domingo de Ramos, de esos como Dios manda, Domingo de Ramos de sol y calores, de estrenos de primavera. Mañana radiante y deseosa de cofradías. Un año más Domingo de Ramos, pero que distinto Domingo de Ramos.
El nazareno salía de aquella casa de la que tantas veces lo había hecho llevando orgulloso los aires de su capa. Por primera vez no iba sólo, un monaguillo, su monaguillo, lo acompañaba. Como si fuese plenamente consciente de lo que sentía aquel nazareno, el monaguillo rechazaba todas las manos de la familia para buscar la de su padre. Parecía saber que esa mano era la que lo debía guiar en aquel primer trance, si la fe en primera instancia es una herencia de nuestros padres, que mejor plasmación de ello que esa manita buscando la del nazareno. Llévame tú. La sonrisilla ilusionada, el canastito pletórico de caramelos, las ropas de raso granate, que por aquello de la fuerza de las imágenes y del cariño a las divinas maderas que escucharon nuestras alegrías y nuestros pesares, en el cuadrante de la cofradía siempre nos buscaremos entre las escasas listas del Señor de la Victoria.
No podía haber cumplido sueño más grande, las calles del Porvenir se abrían a nuestro paso, él no lo recordará, pero también tendrá fotografías que le mezclen la realidad con los primeros claros de la memoria. ¡Monaguillo dame un caramelo!. Ya no cabía mayor felicidad en un Domingo de Ramos, allí ante los dorados del portentoso canasto mis ojos buscaban los ojos al cielo de mi Cristo, queriendo explicarle todo aquello que sentía y que Él ya sabía. En verdad no cabe amor más grande que el del que da su vida por los demás, como tampoco se puede sentir mayor amor y más tierno que el que se tiene a los hijos.
Mientras tanto, las filas de nazarenos apresuradas van pasando ante nosotros. Dame la manita que ya se han abierto las puertas y la Paz ya está en la calle.

lunes, mayo 01, 2006

Los nazarenos, siempre los nazarenos


Artículo publicado en la revista Sevilla Cofradiera en la Cuaresma de 2006


Han sido muchos, muchos los años en los que como nazareno fui perdido entre las filas que engrosan los tramos de la cofradía. Muchos los años en los que la música que acompañaba al paso no era más que un rumor lejano y un retumbar constante que hacía eco en los oídos bajo el antifaz. Había veces en los que la cofradía reposaba su caminar hasta desesperar a los muros de la universidad, el foso, como el muro de los maratonianos, el foso era un rato temible. Esos adoquines, que hoy me resultan un mero paréntesis entre la ciudad y su parque, se me aparecían como algo terrorífico a compartir con mis compañeros de filas, también con experiencia de parones inverosímiles para críos de 10 ó 12 años. Años en los que el tránsito por la gran avenida del parque, a los pies de las torres de la Plaza de España, se hacía una travesía inacabable con los pies del nazarenillo reconociendo sensaciones desconocidas.
Hoy, que los años me han llevado a las últimas parejas no olvido aquellas vivencias. Cuando cerca de los ciriales puedo volverme a gozar con el andar sobre los pies del inmenso canasto contemplando la mirada perdida de mi Cristo, también se me va el pensamiento a los nazarenos anónimos que llevan los senatus, las banderas o las varas de las insignia, para los que la música del paso sólo es un rumor lejano y el rostro que da imagen a su fe algo que no verá hasta llegar al templo; eso sí, con la satisfacción de portar las insignias de su hermandad que, a un tiempo, son los emblemas de un barrio en su día más grande.
El Domingo de Ramos el peso de los recuerdos lo llena todo, memoria de las salidas esplendorosas de sol castigador y cirios corvados o de las aciagas amanecidas de agua o carreras para guarecer la cofradía. Recuerdos que dan forma a la ilusión de ver llegar una nueva Semana Santa con la túnica blanca colgada esperando el momento de lucir los vuelos de la capa por las calles de los nombres indianos: San Salvador, Brasil, Río de la Plata o Montevideo. Los días previos el nazareno habrá pisado las mismas calles soñando la mano al pecho fijando el antifaz al rostro, dejando ver los siglos descritos por Rafael Montesinos. Premonición de un rito que ya es inminencia.
Cada año será un nazareno blanco el que en cada rincón de Sevilla anuncie que lo que se presentía por las tardes más largas en el Parque de María Luisa ha llegado y se ha hecho realidad. Sevilla más plena que ningún otro día. Nadie, que no lo haya vivido, se figura lo que se siente siendo “el primer nazareno”. Los niños corren a tu encuentro, desde los coches se vuelven señalándote, los camareros que sacan los primeros veladores a la calle se avisan -¡sal, que hay viene un nazareno!-, otros callan al verte pasar. Las figuras tanto tiempo ansiadas de los nazarenos, siempre los nazarenos, los nazarenos de la Paz, se hacen realidad por las calles.

Canto a la PAZ


Un bello texto de Antonio Murciano que, cosa rara, dedicó un tiempo de su pregón a la Hermandad de la Paz del Porvenir
Canto a La Paz.

Y de Victoria en Victoria
–nos revivimos– la historia
de aquel divino Jesús
y un pueblo –herida memoria–
que a su Dios le habla de tú.
1
Padre mío de la Victoria,
bendito padre Jesús,
dos sayones te colocan
sobre tus hombros la cruz,
esa cruz, –mano adelante–
que ilumina tu semblante
mientras la recibes tú.
¿Y tu madre, dónde está?
Virgen santa de la Paz.
Rezad por ella, rezad…
por ella os pido: escuchad:
2
(Soneto blanco, saetas y soleá)
La letra P mirádla aquí en mi frente,
la P de pan, la letra más del pueblo,
la P de padre y pobre y pena y patria,
la letra que promete primavera.
La primera en la frente. la segunda,
la A de angustia, de amargor, de ausencia,
dejadme convertirla en alegría,
en letra A de amor para la boca.
La tercera en el pecho, hablo de cruces,
hablo de guerras y de camposantos,
de la Z que encierra la ceniza.
Tres letras son y están en la esperanza.
Vénzanos la blancura de su nombre
y vuele por los cielos su paloma.
Paloma que cruza el Parque.
Luz que en el Porvenir brilla,
tienes de jazmín el talle;
tú eres la Paz de Sevilla
y la primera en la calle.
Que no roce ni una flor
ni se le enganche un varal,
que no roce ni una flor.
Ten cuidado capataz
que esa es la madre de Dios
y mi Virgen de la Paz.
Reina de los cielos eres
Madre de Dios de la Paz,
bendita entre las mujeres.