martes, mayo 02, 2006

La manita del monaguillo

Artículo publicado en el boletín de la Hermandad de la Paz en 2005



Por la edad era imposible mantener el recuerdo nítido; pero las fotografías en blanco y negro sobre papel duro atestiguaban la certeza de aquellos días, de aquellos años ya algo lejanos. Un crío de tres años vestido de monaguillo de la mano de un nazareno. Es una tarde Viernes Santo por la calle Castilla, con brillos de raso en las túnicas. En otras aparece repartiendo caramelos a sus primos o bajando por el callejón de la O.
El monaguillo fue creciendo, las fotografías irían dando fe del paso del tiempo, ya afianzado en unos recuerdos claros. Cosas de la vida, el anclaje de la devoción terminaría llevando sus más profundas cogidas hasta las calles olvidadas del Porvenir. Allí, entre las luces blancas reflejadas por las casas, como si guardaran el pasar de los nazarenos de la Paz, esperaría que algún día los deseos que la juventud ve tan lejanos se viniesen encima como una tromba que nos da de cara con el pasar de los calendarios. “... Algún día mi hijo me acompañará a mi igual que yo acompañé a mi padre”. ¿Sería posible que aquello hubiese dejado de ser un anhelo para convertirse en una felicísima realidad?. Allí estábamos, era la mañana del Domingo de Ramos, de esos como Dios manda, Domingo de Ramos de sol y calores, de estrenos de primavera. Mañana radiante y deseosa de cofradías. Un año más Domingo de Ramos, pero que distinto Domingo de Ramos.
El nazareno salía de aquella casa de la que tantas veces lo había hecho llevando orgulloso los aires de su capa. Por primera vez no iba sólo, un monaguillo, su monaguillo, lo acompañaba. Como si fuese plenamente consciente de lo que sentía aquel nazareno, el monaguillo rechazaba todas las manos de la familia para buscar la de su padre. Parecía saber que esa mano era la que lo debía guiar en aquel primer trance, si la fe en primera instancia es una herencia de nuestros padres, que mejor plasmación de ello que esa manita buscando la del nazareno. Llévame tú. La sonrisilla ilusionada, el canastito pletórico de caramelos, las ropas de raso granate, que por aquello de la fuerza de las imágenes y del cariño a las divinas maderas que escucharon nuestras alegrías y nuestros pesares, en el cuadrante de la cofradía siempre nos buscaremos entre las escasas listas del Señor de la Victoria.
No podía haber cumplido sueño más grande, las calles del Porvenir se abrían a nuestro paso, él no lo recordará, pero también tendrá fotografías que le mezclen la realidad con los primeros claros de la memoria. ¡Monaguillo dame un caramelo!. Ya no cabía mayor felicidad en un Domingo de Ramos, allí ante los dorados del portentoso canasto mis ojos buscaban los ojos al cielo de mi Cristo, queriendo explicarle todo aquello que sentía y que Él ya sabía. En verdad no cabe amor más grande que el del que da su vida por los demás, como tampoco se puede sentir mayor amor y más tierno que el que se tiene a los hijos.
Mientras tanto, las filas de nazarenos apresuradas van pasando ante nosotros. Dame la manita que ya se han abierto las puertas y la Paz ya está en la calle.

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