martes, mayo 02, 2006

Los Principios

Son los mios, pero en parte también serán los vuestros

Yo no iba a ser menos, a finales de los años sesenta los niños ya no nacían en sus casas, al menos la mayoría ya no lo hacían y, ya digo, yo no iba a ser menos. Pero, con todo y con eso, no lo hice muy lejos de donde después fui a criarme. Nací en la clínica de Fátima, justo donde nace la avenida de la Palmera, a ladito del Puesto de los Monos, y muy cerca del que para siempre sería mi barrio, El Porvenir. Desde allí, desde los límites del Parque vine a la vida y fui teniendo conocimiento de ella.
Todo lo que la vida y los días van poniendo ante los ojos de un niño y que poco a poco van forjando la personalidad que nace del entorno más cercano lo recibí allí. Desde Felipe II, desde los bloques de pisos que por aquella época ya habían ganado definitivamente la batalla de la vivienda, hasta los hotelitos que nacieron al albur de la Exposición del año 29. Allí tuve la suerte de nacer, de encontrar los primeros amigos, los primeros juegos, el colegio que me marco para siempre, en definitiva, los pliegues de la memoria que se guardan en los últimos rincones de los recuerdos.
Los nombres de la carrera de Indias fueron dando escenario a mis caminares diarios. Isabela (donde estaba mi colegio), San Salvador, Río de la Plata, La Paz (a la que se antepondría Ntra Sra.), Porvenir, Montevideo, Brasil, Bogotá,... son las primeras calles de mis recuerdos en mi barrio, y de las miradas de refilón a las niñas de las faldas verdes con cuadros escoceses de la Compañía. Un barrio solitario. Un barrio con fronteras naturales que marcaron, y mucho, a los que allí se criaron; por un lado el Parque, por otro lado la vía del tren, por otro los solares y el puente de la Enramadilla, y por último la fábrica de gas. Es que, de verdad, entonces era un barrio cercado. Curiosamente cada uno de los límites viene a representar un recuerdo concreto, y cada cual peculiar en sí mismo. El Parque, verá el lector que me resisto a darle más nombre que ese, como no puede ser de otra forma, me acerca a los paseos infantiles en días de fiesta a echar arbejones a las palomas, a comer barquillos y a corretear por la plaza de América. Cuantos sustos dio a las madres la vía del tren, aún quiero oír, de vez en cuando, al pasar por allí la campana del paso a nivel que anunciaba la inminencia del ferrocarril y de aquellos talgos grises con sus franjas rojas; es curioso que la gente del Porvenir todavía llamamos a ese cruce “el paso a nivel”, cuando tantos años hace ya que las vías dejaron de verse por allí. Los solares de la Enramadilla, donde desde mi ventana del colegio vi nacer y crece los pisos de la Huerta de la Salud, era para nosotros el campito donde los compañeros que venían en autobús esperaban su línea o, llegado el caso, donde se dirimían los desencuentros escolares que la disciplina del colegio impedía que se litigase como estaba mandado; todo los más un cardenal o un brecha y todo el mundo en paz. Por último, la fábrica de gas, de la que aún quedan en pie testigos de su arquitectura industrial de principios del XX, era una frontera difícilmente traspasable, pero de vez en cuando había la posibilidad de saltar sus tapias para jugar al fútbol en el campo que había dentro del recinto; allí lo más que podía pasar era que llegases a casa un poco enhollinado o que el guarda te echase, quizás esto último tuviese la emoción de hacer algo no permitido, pero tampoco llegaba a ser heroico, las cosas como son.
Esos son los recuerdos primarios, una guardería en los bajos de una casa en la calle Exposición que después pasaría a la vuelta de la esquina, se llamaba Virgen de la Paz, no podía ser de otra manera, y algo más tarde el colegio que recibía nombre del Rey Sabio, y que para cuyos alumnos nunca fue Alfonso Décimo si no Alfonso Diez. Unas calles que aún se parecen a lo que fueron y unos descampados que ya no existen. El puesto de Juan tampoco está allí, donde con suerte pillábamos alguna chuchería. Pero sus gentes seguimos siendo los mismos. Allí volvemos como llamados por esos arcanos que nos hacen regresar, necesaria o innecesariamente, a lo que queda de ellos en las calles de nuestra infancia, a Casa Palacios, a la peluquería de Juan Gazo, a la carnicería de Esteban o al colmado de Vicente. Ya no están La Clave ni “el Rutina” para los desavíos imposibles, ni la Bodega Flores, la de las primeras cervezas, ni la panadería de los Pineda con sus carteles pintados de “Pan y Tortas”. No habrá más pintores ni albañiles, con sus monos machados, viéndonos pasar de vuelta del colegio desde los ventanales del Bar Enrique en Diego de la Barrera. La barbería de Arsenio echó el cierre con las últimas partidas de cartas, como antes lo echaron Los Andes y la huevería de Virgen de la Paz. Poco más, pero ni más ni menos. Que sería de nosotros sin esos recuerdos, que quedaría de nosotros si no fuésemos capaces de recordar una cara o un momento, en las esquinas que forjaron los cimientos de nuestra memoria. Mucho se perdió, también mucho queda y lo que no está permanece en nuestras imágenes con la idealización que da el tiempo que, aunque algo olvide, también es un buen aliado para el cariño de la infancia que perdimos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien. Me parece perfecto un blog donde poder leer cosas del barrio del Porvenor y de todo lo que en el mismo hay. Creo que debe servir como elemento de denuncia de los males del barrio

Anónimo dijo...

También desaparecieron la papelería de Esperanza, la droguería La Clave, todas las casas de la Borbolla (orgullosa e imponente primera fila del barrio), la lechería de la calle Progreso, la bodeguita El Porvenir que estaba un poquito más cerca de Felipe II...